La ensaladera más soñada

“Tenis es silencio” rezaban los pudendos cartelitos que otrora estaban estratégicamente ubicados en las puertas de entrada a las pistas. De esa manera, se advertía a los jugadores que el tenis es un deporte de precisión, que exige un marco de tranquilidad y respeto para lograr la concentración requerida para la práctica profesional de ese deporte. Eran los tiempos en que el Gran Manolo ganaba Wimbledon, con premios irrisorios y reglas tan duras y absurdas como la que impedía a los jugadores poder sentarse en los cambios de lado.
Pues no, el tenis ya no es más silencio, ya los jugadores se acostumbraron a las gradas bulliciosas. Cualquier habitante del pasado que se hubiera arrimado a las instalaciones de La Cartuja en Sevilla, hubiera flipado, pero seguramente, luego de pasada la sorpresa se habría contagiado de ese clima fenomenal.
Ruidos y colores de fútbol, cánticos, banderas, pancartas, improvisados coros extrañamente afinados de dos aficiones que marcarán un hito en la Davis.
Una “hinchada” argentina que exigía compromiso de respuesta y fervor por parte del público español. Y vaya si lo obtuvo. El duelo de los simpatizantes fue ganando protagonismo y hubo momentos en los que los jugadores pasaron a ser espectadores privilegiados del espectáculo de la pasión deportiva en su estado más puro. Y, hablando de purismo, no faltarán detractores de tanto entusiasmo desatado. Es cierto que la frontera del exceso estaba peligrosamente cerca; sin embargo, la sangre no llegó al río y el TENIS con mayúscula se apuntó una de sus veladas más históricas.
La jornada del domingo se presentaba apasionante. Si Del Potro conseguía lo casi imposible -derrotar a Rafa- probablemente el mejor jugador de tierra batida de la historia, el Rey David se jugaría la corona en su última batalla por lograr la ansiada Copa frente a su homónimo, ese pequeño gladiador con pulmones de gigante: David Ferrer.
El primer set mostró a un Delpo dueño de una potencia devastadora; en su brazo no había una raqueta sino un alfanje medieval que cortaba la pelota en mini partículas cuánticas. Hasta que Nadal tiró de su inagotable fuente de auto-respeto y consiguió no sólo igualar el marcador sino perfilarse como claro dominador.
Y llegó el inolvidable cuarto set. Del Potro se puso 5/3 y con el demoledor servicio a su disposición, auguraba un irremediable y electrizante quinto set definitivo, pero…
No tiene la elegancia de Federer, ni el saque de Goran Ivanisevic, ni la creatividad mágica del Big McEnroe, ni la derecha martillo de Sampras, ni mucho menos la bolea de Edberg, pero Rafa posiblemente tenga una de las cabezas más prodigiosas de la historia del tenis. No derrama lágrimas, no alardea, no busca clemencia ni excusas, no distrae energías en nada que no tenga que ver con su razón de ser: una verdadera máquina de ganar.
Nadal, al igual que Vilas, otro gladiador inolvidable de jornadas épicas de la Davis, siempre da lo que se espera de él. Y Rafa en funciones es mucho Rafa, demasiado Rafa, hasta para Delpo, un chico irremediablemente destinado a las cumbres de los Top Five, que soportó estoicamente hasta el final esa sobrecarga de responsabilidades y presiones que agotan las usinas de cualquiera -menos la de Rafa, claro.
El tie-break se definió con un injusto 7/0 que dejaba en el aire la sensación de que la lucha sensacional merecía otro resultado. Pero lo dicho: las voluntades quebradas desgastan los sistemas y los músculos dejan de responder.
La gloria, para bien o para mal, es sólo para unos pocos elegidos.
La Ensaladera había coronado su jornada más soñada; jugadores y simpatizantes se consolaban y abrazaban mutuamente. La alegría y la decepción milagrosamente hermanadas. El tenis se puso sus mejores atuendos y, por una vez, el disfrute y el entusiasmo no tuvieron lados oscuros. España conseguía escribir en doradas letras su capítulo más glorioso en la historia de la Davis Cup.

Texto de Norberto Magnelli.

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