Gracias Seve, por María Acacia López-Bachiller

Siempre estaré agradecida a Seve por todo lo que compartí con él durante tres décadas, fue un privilegio. Le conocí en el Open de España de 1974 en La Manga Club, donde antes había tenido mi primer contacto con el golf en un Pro-Am internacional en octubre de 1973. Seve y yo nos hicimos muy amigos y mi carrera corrió paralela a la suya; para mí nunca fue el jugador carismático, genio o leyenda, sino una persona cercana a quien conocí estrechamente.

Compartimos momentos alegres, otros tristes y algunos muy tensos; incontables viajes, comidas, cenas, torneos y ruedas de prensa; triunfos, derrotas, enfados y mil batallas. “María Acacia, las cosas tienen que cambiar, no hay nada imposible, tenemos que conseguir que cambien”, solía decirme. Y alrededor de esa idea y de otras, mantuvimos larguísimas conversaciones en las que yo le decía lo que no quería oír.

Cada rueda de prensa era una aventura. Cuando estaba contento, sus comparecencias eran una delicia y jugábamos con el doble sentido, que a él le divertía mucho y daba bastante juego a los periodistas. El día que estaba enfadado, molesto o furioso me echaba a temblar, no era necesario que le hiciesen preguntas, él soltaba todo lo que llevaba dentro y ofrecía un titular tras otro. 

Hubo algunas ruedas de prensa memorables en las que se mostró feliz, como el día que ganó el Peugeot Open de España de 1995 (su último título individual), en el homenaje que le tributó la RFEG por sus 25 años de carrera, durante el anuncio del Seve Trophy o aquel glorioso domingo de septiembre de 1997, cuando el equipo europeo ganó la Ryder Cup en Valderrama. El día que aparecía con cara de pocos amigos y sacaba unos folios del bolsillo, que él no había escrito, las paredes de la carpa de prensa se tambaleaban, como si un terremoto de varios grados la sacudiera.

Hicimos muchos viajes, pero hay dos que nunca olvidaré por distintas razones: uno maravilloso en 1997 en helicóptero desde Vilamoura (Portugal) a Valderrama por toda la costa, en el que sobrevolamos el Coto de Doñana y las desembocaduras del Guadiana y el Guadalquivir y otro, un vuelo de Madrid a Málaga, al homenaje que la RFAG tributó a Miguel Ángel Jiménez y en el que él viajaba en primera y yo en turista, y tuvo el detalle de dejar su asiento para ponerse a mi lado. 

De las experiencias que compartimos destaca la Ryder Cup por encima de todas, empezando por la primera en 1989 en The Belfry y en la que Carmen y Seve me invitaron a cenar en el “team room”, donde todos me recibieron como un miembro más del equipo. De la del 91 en Kiawah Island, recuerdo con nitidez la imagen de los doce europeos y su capitán llorando desconsoladamente, aquella escena imborrable me impactó, habíamos perdido por un punto. La celebración de 1995 en Oak Hill fue desbordante, aterrizamos como “perdedores” y les propinamos una buena patada en su terreno.  

La más emocionante y especial de todas las ediciones que viví con Seve fue “su” Ryder Cup de 1997 en Valderrama. En su condición de capitán controló absolutamente todo, uniformes, menús, preparación del campo e incluso la situación de las habitaciones en el hotel. Fueron varios meses de viajes y reuniones preparatorias. Nos hizo disfrutar con la misma intensidad y pasión que ponía en todo lo que emprendía, estaba exultante. Él solía decir que aquella fue la semana más intensa de su vida y yo siempre digo, que en la Ryder Cup, era más Seve que nunca.

Por María Acacia López-Bachiller

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